martes, 5 de mayo de 2009

MELLIZAS QUE SE HACÍAN LLAMAR MARTA Y MIRTA


A finales de mes pasaba que anunciaban el espectáculo de Marta y Mirta. Esto, sazonado con Sierra Maestra, cocinaba un rico pastel prohibido para todo cubano bien nacido. Como la manguera apunta y el deseo dispara en dirección contraria a la dignidad, allí estaba yo esperando que las mellizas aparecieran en escena. Todos los meses debía esperar las predicciones del Juventud Revolucionaria o sobornar a la vieja portera para precisar las presentaciones. Así como la sangre de los traidores corre, así se mezclaban los sudores y las hormonas en el bar clandestino Los Almendrones. Pedía un ron o, si precisaba una araña ansiosa de ser devorada, me pedía dos y hacía que conocía todas las de Garay. El caso es que comenzaba un repique de tambores y todos callábamos. Marta (o Mirta) salía con un vestido largo de terciopelo rojo y Mirta (o Marta) disfrazada de algo que parecía una sirena entre puta y diosa, aún no lo sé. Después de reclutar nuestras miradas jugando con cagadas imperialistas, atornasoladas y de lentejuelas, se hacían quitar los tacones por un niño con bozo prematuro y Mirta (o Marta) comenzaba a cantar en un idioma que podía ser polaco, sueco, ruso o de la mismísima mierda. Sonaba: Azchbín Azchbín y todos, inertes, recorríamos la indecencia de esos cuerpos extranjeros, con músculos de experticia y escondites caros, muy caros para una Habana que apenas tenía queso de verdad. Era siempre igual, al terminar de cantar Mirta (o Marta) fingía una tos arrastrada que reclamaba un escalofrío general: era la hora de las almejas. Marta (o Mirta) tomaba una silla y se sentaba con las piernas tan abiertas que era fácilmente reconocible su tranca gorda y sin pelos ansiosa de frutos de mar. Mirta (o Marta) tomaba las almejas con la boca y, tras perderse en el entrepierna de su melliza, daba espacio para que todos, incluyendo al niño súper-desarrollado, viéramos cómo las almejas eran devoradas por las lenguas cervicales y vueltas a escupir, ganándole la guerra un molusco a otro. El salitre se pegaba a la madera y todos, por más defensores de la patria que fuéramos, queríamos convertirnos en almeja y Deja que suba la marea...

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