jueves, 12 de febrero de 2009

Pelos en la lengua

“Odio los buenos días”, pensaba mientras era tambaleado por el vagón. Me harta eso de entrar a cualquier sitio siempre precedido por la misma frase hipócrita, automática, como esas puertas que hay en los bancos, o en las grandes cadenas de supermercados, que se abren antes de que lo necesites.

Altamira. Después de algunos empujones, aquí me quedo. Me refugio sobre algún banquito de la plaza mientras espero a mi socio. Desde que regresé, han puesto rejas en la grama. “Ya uno no puede echarse por ahí”, me dije. Después de un rato, lo vi cruzar la calle y acercarse a mí. Traía un andar de emergencias y me enseñaba los dientes, como si eso repusiera los cigarrillos que había consumido mientras esperaba. Hay algo que odio más que los buenos días, y eso es los simulacros de sonrisas, que después de un rato empiezan a molestarte en las mejillas, como las que llevan puestas las Barbies y los candidatos presidenciales; como la que llevaba él en ese momento. “Ni siquiera las putas usan algo así”, pensé.

Imaginé, durante los pocos minutos que él demoró en llegar hasta mí, cómo sería la conversación que sostendríamos inevitablemente, probablemente parecida al tráfico de las 6. Comenzaría, definitivamente, con la irremediable frase que tanto detestaba; luego, seguramente preguntaría cómo me encontraba, yo respondería irreflexivamente con alguna mentira, y, acto seguido, él esperaría que yo inquiriera lo mismo para poder soltarme algún discursillo preparado (y quién sabe cuantas veces repetido a cuanta cantidad de gente) y empezar a sacar fotos de su billetera. ¿Por qué tendría que importarme cómo se encuentra alguien a quien no he visto en más de diez años? “Es como esas cursilerías de felicitar a alguien con quien nunca he cruzado más dos palabras por su cumpleaños, o el típico ‘lo siento mucho’ que se escucha en los funerales”, me dije mientras me ponía de pie y le tendía la mano a la alta y cambiada figura, antes tan familiar, que se detenía en ese momento frente a mí.

Me pregunto en qué momento dejamos de lado la verdad para sustituirla por la buena educación.

-Buenos días.
-Buenos días.

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